No nos vamos a entretener en situaciones vanas, vamos a ir al punto, pero solo quiero mencionar que la protagonista fue una mujer de 27 años, existió en la ciudad de Tarapoto y de pronto desapareció sin dejar rastro alguno.
Sí o sí, ella tendría que casarse antes de los 25, lo decía bien clarito la sociedad, en la cara, hablándole bajito, susurrándole al oído; en las navidades no disfrutaba de los villancicos por escuchar el viejo estribillo: “se te pasó el tren”. Y así que fueron pasando los días, los meses y los años, hasta que un buen día conoció al hombre perfecto para ella, para sus padres y para la sociedad. La sociedad por aquel entonces estaba vestida de grises y tonos oscuros. Era el hombre más amable del mundo, bueno, el mundo en aquel entonces empezaba en Lamas, pasaba por Tarapoto y se enterraba más allá de Juan Guerra. En fin, era el hombre ideal que muchas y muchos soñaban.
Por orden casi natural de las cosas, las visitas empezaban a las cuarto de la tarde, poco antes de la misa de las cinco, así es que los novios tenían para amarse una hora, hacer el amor todo lo que podían, bajo el agua, a la orilla del río o quizá cruzando al otro lado, donde no les daba el sol. Gustavo, hombre antojadizo, caprichoso, manipulador, viendo la singular fortuna económica de la novia, decidió pedirla en matrimonio.
Rosaura, ni tan ingenua ni tan noble, solo de buenas tetas, buen trasero, una inteligencia promedio, pero sí muy proclive a la depresión, tomó en serio la propuesta pero con la seguridad que nunca se casaría, ni con Gustavo ni con nadie.
No. No todas las historias de amor son perfectas, ella ya los conocía a todos, muchas decepciones amorosas y amicales, creyó que ya era el momento de empezar su plan. Aún faltando varios meses para el evento que marcaría al pueblo para siempre. En Tarapoto se hablaba de los primeros aviones que pasaban por el cielo, por ahí se escuchó alguna vez que el hombre iba a llegar a la luna el 69, el cura tenía dos o tres mujeres en distintos pueblos y la gente como siempre se hacía la de la vista gorda ante sus excentricidades. En fin, no pasaba de ser una ciudad con un conjunto de familias que se conocían, a través de sus negocios, sus conocidas apuestas casineras, sus amantes y su chisme.
Decidió, como toda novia, su vestido con un velo que tapara su rostro cuatro dedos más abajo que su mentón y una cola inmensa con la que pudiera tapar sus pecados. Ella misma confeccionó su velo y tejió punto por punto la cola del vestido. Y seguía pasando el tiempo y con él algo de amor se fue muriendo, Gustavo moría de amor por ella, pero también por otras. En la ciudad de las lagunas encantadas y de los guerreros motilones, nada era secreto, solo que se imponía con frecuencia una recia doble moral que no era derrumbada por nada.
Fue así, que un domingo de octubre llega el gran día, la primera misa se ofició con normalidad, tanto así que el cura seguía con resaca, las plañideras ya habían recorrido el viejo hospital para saber si habían muertos o nuevas viudas. La boda era a las doce del día, por pedido especial de los padres de la novia. Pasaron la una, las dos y las tres y los novios no aparecían. El pueblo conmocionado salió en búsqueda de ellos, lo buscaron por el puente de Morales y la Banda, mas solo encontraron el bouquet de flores de la novia.
La familia lloró por años la perdida, el pueblo al poco tiempo hizo su vida con normalidad, los aviones en el cielo, las noticias con meses de retraso y chisme imponiéndose en la vida de muchos.
Según muchos que los vieron, pero no hablaron por temor, ambos, los novios decidieron huir del pueblo, silentes y culpables, Rosaura había matado a sangre fría a una de las amantes de Gustavo y éste por no ocasionar escándalo alguno en su comprometida y futura carrera de notario, accedió al pedido de la homicida a irse a vivir lejos del lugar.
Treinta años después, quizá cuando muchos de los protagonistas de esta historia han muerto, apareció en la ciudad una mujer esbelta con un vestido blanco propio de épocas mozas, con un pañuelo blanco que parecía confeccionado de tul. La llamaron la loca y hacía apariciones púbicas en la iglesia, en la plaza, descalza y siempre con la misma ropa que mágicamente estaba siempre limpia. En el terremoto finales de los 80, se la encontró muerta, y entre sus pertenencias estaba un escrito intacto cómo era parte de su historia, del crimen de su novio y de sus otros crímenes y de cómo se volvió loca. Siguen contado los que la vieron, que nunca se supo si su cuerpo fue enterrado, solo desapareció.
Hoy en el Tarapoto de los nuevos tiempos, de los políticos de descarte, de las calles asfaltadas, de las palmeras casi inexistentes, de los ambientalistas egocengtristas, en el Tarapoto del Netflix y de los Smarthphones, se apareció casi de la nada una mujer con las mismas características que este cuento profiere, camina por las calles, va a las discotecas y lugares de moda, incluso se la ve anfitrionando mostrando se escasa belleza. Algunos abuelos la recuerdan, pero esos recuerdos naufragan como un barco de papel en el agua turbia de la vida. Es ella, dice alguna que no se pierde la misa, está esperando su próxima víctima, algún maldito infiel.
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