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El dolor de sentirse vivo.


En estos días un poco convulsos, quizá por el eminente cambio de estación o por el camino del cuarto creciente a luna llena, no he podido conciliar el sueño como se debe. Para ser honesto hace un par de décadas que el insomnio colocó su bandera en mi cerebro, llegó para jamás irse. Así que puedo reducir este primer párrafo en “estos días convulsos”. 

 

He empezado estás últimas mañanas con un ligero del dolor en el pecho, a mis sabidas cuentas, esto sucede cuando mi alma se alborota o se expande a través del tiempo y encuentra alguna nostalgia flotando en el cielo de mi destino. 

 

He aprendido a reconocer este dolor desde muy pequeño, es una premonición que me regala el cuerpo y cuando pasa, cuando el dolor en el pecho quizá atraído por las noches en las que, para suplir el insomnio leo, investigo o trato de ver alguna película y cuando ya no puedo más lloro. 

 

Lloro bastante, hasta quedarme sin respiración, hasta caminar en el peligroso limbo de dar el último suspiro y cansarme. Luego por alguna reacción de super vivencia me acuerdo de mi padre, lo visualizo conversando conmigo, sonriendo y caminando en el salón de la casa de mi madre y me siento mejor, es un alivio sentirlo cerca de mí y aun entendiendo que sigo construyendo mi camino, nunca hay mejor momento que el de sentirme vulnerable en el trayecto de llegar a la meta. 

 

Después de esta catarsis, siempre viene la pregunta, ¿es bueno el dolor? ¿Es bueno autodestruirnos con cualquier pretexto? Quizá por el momento mi respuesta sea vaga, pero tengo la certeza que el dolor me ayuda a sentirme vivo, a medir hasta dónde soy capaz de llegar para reconstruirme. Quizá sea bueno, es una buena forma de aprender a enfrentar, saber que no siempre es de noche y que alguna vez en mi vida, me he perdido dentro de mí por no aprender a mirar a dentro, que es realmente lo que me falta. 

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