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La voz.


(Leer escuchando, My favorite Game. By The Cardigans y Ob la di, ob la da. By The Beatles). 

- ¿Qué harás más tarde?
Supongo que ver un rato las noticias y después dormir, ¿y tú?
-Tengo reunión de trabajo y luego iré a alquilar unos vídeos, distraerme un rato, hace tiempo que no veo películas.
¿Sabes una cosa?
-Dime.
Me pareces una persona un tanto solitaria.
-Tienes razón, pero estoy solo porque me acostumbré a estar así.
Yo casi siempre me siento la persona más solitaria del planeta, por ejemplo, hoy, no sé por qué te digo esto, pero hoy me siento solo, sin amigos, bueno para nada.
-Pucha, no creo que sea así.
Te pongo un ejemplo que tengo en mi mente.
-A ver.
Lo tengo desde la mañana.
-A ver, dime.
No creo que tenga importancia, o en realidad no sé, tal vez no, yo pensaba que no, discúlpame por las cosas que te dije.
- ¿Disculparte por qué?
[Conversación de Eduardo con un desconocido, días antes de su muerte].


Recordó fugazmente que Rebeca, su madre, comentó contrariada, que él, su último hijo, por poco no nace. Tenía la sensación de vacío; frías gotas de sudor se deslizaban por su límpido rostro. La ausencia para él era un tipo de muerte. Ya no la vería más, aquel amor que atrapó sus días y sus noches se esfumaba. No concebía estar solo ni mucho menos la vergüenza que pasaría si sus amigos se enteraran que Laura, el gran amor de su vida, terminó con la relación que justo mañana, cumpliría dos años.

Por primera vez en su existencia, otrora llena de triunfos y encantos, se sintió perdedor. Salió a caminar con los ojos enrojecidos de tanto contener las lágrimas. Respiraba profundo para que el orgullo que represaba su dolor, no se despedazara como lo hace un cristal al estrellarse contra el suelo.

Se mostraba ante los demás, como un ser extremadamente seguro de sí mismo. Mientras se dirigía por vericuetos que se perdían en el bosque virgen de su inexperiencia, el suave sonido de su teléfono móvil lo sacó de su pequeño mundo, ahora alborotado y frágil; su mejor amigo, el que nunca lo había juzgado y supo estar con él en las buenas y en las malas, lo invitaba a una fiesta.

De tanto deambular, regresó cerca de las tres de la tarde, tomó un vaso de yogur, se recostó y después de fumarse un cigarrillo, se quedó en su amplia cama de verdes edredones con motivos orientales. Se levantó sobresaltado, pensó en Laura, la recordó en los buenos momentos, junto a él en la cama, extrañando sus suaves manos, cuando jugueteaban con su sexo caliente y enrojecido. De un salto abandonó la cama, se desnudó al cuarto de baño, apenas podía contener la erección, se detuvo frente al espejo que lo reflejaba todo, empezó a acariciarse, el placer lo invadía y navegó en mares utópicos dirigiendo su pensamiento a ese voluntarioso ser, que de la noche a la mañana había despreciado su amor. Cuando el placer concluyó y su esculpido cuerpo ancló en la orilla de la realidad, volvió a sentirse miserable y, peor aún, sin ganas de seguir viviendo.

En la fiesta una gran sorpresa disimulaba su aflicción. Su inconsciente, instinto destructor, lo inducía a beber exageradamente. De pronto la careta que escondía su congoja, fue arrancada de su rostro como el viento arranca las hojas secas y sin vida de los árboles, cuando escuchó a dos amigas de su ex enamorada decir que Laura viajó de un momento a otro. La tibieza de la noche se tornó fría, volvió a sentirse solo, desesperado. En su habitación y con los sentidos alterados con el alcohol y otras drogas, empezó a oír la voz de siempre, conversó con aquel ser imaginario, que por momentos tenía la voz de Laura, de su madre, de su mejor amigo. La voz aparecía con frecuencia y se quedaba horas de horas conversando con él. Esta vez el mensaje traía una reflexión acerca de la vida, de la muerte en sí; le dijo que la muerte empieza a convivir con nosotros desde el primer día de nuestra existencia, cada día que vivimos nos acerca inevitablemente a ella. Aturdido y con la voz de sueño, le dijo que estaba dispuesto a apresurar el final de su vida y si alguien habría de quién preocuparse era de su madre, pero que ya no le importaba su reacción. Se acordó de la recurrente historia de su nacimiento, a su madre tuvieron que inducirle al parto, que no fue un alumbramiento natural porque tenía el cordón umbilical dándole vueltas al cogote; por tal motivo el dolor que sentiría Rebeca sería efímero, como un rayo cuando ilumina las noches de tormenta. La voz cambió de lugar, esta vez le hablaba desde lo alto del ropero. Renuncias a la vida para encontrarte con la muerte, cuando en realidad huyes de ti mismo, le dijo volviéndose trémula, antes de dispersarse por la habitación para salir después por la ventana.

Una nueva idea alborotó su mente, se mataría ahorcándose desde lo alto de un árbol.
Buscó entre sus cosas una soga gruesa de nailon, algo usada y antigua, que su padre prestaba afanoso a los vecinos cuando querían jalar objetos pesados, la cogió y la metió en su mochila. Inmediatamente salió de su casa, con rumbo al bosque para poder encontrar el lugar perfecto a la orilla de la quebrada. El silencio fue interrumpido por el graznido de un ave nocturna que cazaba por el simple placer de cumplir su rol en la enmarañada cadena alimenticia. Subió al árbol, ató fuertemente la soga a la rama más alta de un tronco de mango que por esas épocas empezaba a florecer, construyó con ayuda de unos palos que estaban dispersados en la orilla, un improvisado patíbulo. Un súbito ataque de valentía hizo que se subiera a una rama cuyas hojas se refrescaban por las cristalinas aguas de la quebrada, se puso la soga al cuello y se tiró al vacío. Un fuerte sacudón movió todo el árbol, las aves que dormían apacibles e indiferentes al muchacho, huyeron en bandada. Como si se rompiera, un agudo dolor en la espalda le provocó espasmos, hasta explotar como una bomba en su cabeza, respiraba con dificultad, cerró los ojos, estaba vencido.

Después de que las aves huyeran en bandada, comenzó a rezar para salvar su alma, la rama se rompió y un golpe seco terminó la caída. Trató de incorporarse, se sacó la soga del cuello, que lo había lacerado, apenas pudo levantar sus manos, las observó, como un recién nacido descubriendo sus extremidades. La impresión de estar muerto se esfumó al sentir la frescura del agua y también por la sangre que discurría de sus fosas nasales. A duras penas se levantó para no ahogarse y se puso a salvo en la orilla. La voz apareció, esta vez parecía reírse a carcajadas, la única manera de matarte es dejar que sigas existiendo, le dijo.

El sol cubría la selva con sus finos hilos de oro y los colores primarios de la naturaleza daban vida a una escena patética, el cuerpo del muchacho yacía sin vida junto a una piedra. No supo jamás que cuando se quedó dormido, pasó por el lugar un ladrón que lo despojó de sus cosas de valor y Eduardo, al reaccionar instintivamente abrió los ojos. El ladrón al verse descubierto, le golpeó salvajemente con una piedra hasta dejarlo sin vida, alterando de esa manera los planes de la voz, que de manera omnipresente observaba todo.

Alejada del funeral, casi anónima, Laura observaba al resto de gente. Se acercó al féretro y memorizó la cara desfigurada de su ex enamorado. Nadie supo por qué ella decidió terminar la relación, ni tampoco se imaginaron que tanto el occiso como ella, portaban la misma enfermedad. Él la había contagiado con VIH. No se arrepintió de no haberle dado una explicación al respecto ni tampoco de cuando al regresar a casa, sacó una retrocarga que su padre utilizaba para la caza y apuntó el cañón hacia su boca. También ella tuvo un ataque de valentía y jaló del gatillo. Un aturdidor sonido fue el aviso de su muerte instantánea. En su funeral la gente comentaba sobre su muerte y la del muchacho. Se mató porque no soportaba la ausencia de su novio, dijo una vieja con rostro compungido y el alma llena de algarabía. La voz apareció nuevamente riéndose a carcajadas, la vieja creyó estar loca.  




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