Que, por no perder la figura, he
desaprendido la ominosa tarea de tragar hasta el cansancio. No podría hacer
gula con un rico ceviche o un lomo saltado, comer roll’s o quizá calientes polvicuchos
con su ají más. No. Es que no hay vez que me siento a la mesa en que mi mente deje
de contabilizar la cantidad de carbohidratos, grasa o azúcares que ingeriré y
cuántos tengo que quemar cuando hago ejercicios o camine un rato.
Vivo esclavizado infamemente por
las formas más que por el fondo, por la figura más que por la emoción, y
envidio, solamente si ocurre lo siguiente, a los que comen sin engordar, los
que celebran con su cervecita el almuerzo, sinceramente no podría, porque al
poco tiempo ya tuviera el estómago revuelto, y haciendo un pequeño croquis
mental de cómo escapar para ir al baño en caso de urgencia, así de emocionante
se vuelve la sencilla idea de almuerzo o cena con el objetivo de festejar.
A tras quedaron aquellos tiempos
veinteañeros en los que comía sin engordar, sin preocupaciones, en plato hondo.
Entrada, plato principal y postre. Bien servido. Sin cargo de conciencia ni
penitencia, borrando todo vestigio de alguna anormalidad o trauma. Comer sin
engordar debe ser el mejor sueño del mundo hecho realidad, que yo no lo tengo
ahora, obvio.
Recuerdo que hace algunos años a
tras, cuando fui a visitar a unos amigos agricultores para proponerles una idea
de negocio que consolidaba la paridad entre el empresario y la comunidad LGTBI,
tuve que caminar tres horas cerro adentro y después de observar las sendas
hectáreas de cacao a punto de producir, fui cortésmente invitado a cenar. Sopa
de congompe, con majambo asado y mazamorra de plátano de postre, honestamente una de
las cenas más ricas del mundo, quizá la más rica, que casi fue expectorada en
plena ingesta de no ser por mi inquebrantable convicción de no faltarle el
respeto a nadie; pero mi estómago que no entiende razones, originó una serie de
flatulencias periódicas que me acompañaron toda la noche. Esa noche casi no
dormí, no solo yo, también casi maté a algunos cuantos de asfixia.
No disfruto mucho cuando veo
comer a los demás, ni en fotos, ni en nada. La comida de un tiempo a esta parte
significa para mí un mero ejercicio de formalidad fisiológica, entiéndase que
como porque debo de comer; quizá sea un mal agradecido por no esperar con
ansiedad el desayuno, el almuerzo o la cena, pero agradezco a Dios (si en algo
puede remediar mi conciencia de católico) y a la vida que siempre pueda tener
un plato de comida. Entiéndanme, me siento como un triste bulímico en un
banquete, mirando sin ver, oliendo sin sentir.
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